martes, 30 de diciembre de 2014

El número 26

One baby to another says:
"I'm lucky to have met you".
"Drain you", Nirvana

(Agárrense porque ésta va larga.)

El 26 de octubre, el día que visité Chichén Itzá (sobre lo que hablo en "La acústica mágica de Chichén Itzá"), cumplí dos meses como mochilera.

Desde que comencé a viajar, mágicamente los números cobraron un peso y una importancia que no tenían antes. En Playa del Carmen conocí a Estéban, un guionista que me leyó mis números. Al principio estaba un poco escéptica, pero a diferencia de lo que hubiera hecho antes de convertirme en viajera, que hubiera sido juzgar y rechazar todo lo que me tuviera que decir a priori, quise tener una actitud abierta. Nadie nunca había leído mis números, y la verdad es que todo tipo de rituales adivinatorios pica increíblemente mi curiosidad.


Retrato que le tomé a Estéban en el ferry que va de Chiqiulá a la isla de Holbox


Gracias a estas nuevas ganas de escuchar, terminé llorando en medio de una cafetería (lo que también fue una nueva experiencia porque siempre reprimo mis ganas de llorar cuando estoy en público, ¡y más cuando la persona que está frente a mí es un completo desconocido!) ¡y descubrí que soy un tres (3)!

En realidad dos tres: un tres, un tres y un uno.

Según me explicó Estéban, la suma de mi fecha de nacimiento resulta en esas cifras:

21 de diciembre de 1990
(El día del apocalipsis maya, jaja)
21/12/1990
2 + 1 = 3      1 + 2 = 3      1 + 9 + 9 + 0 = 19      1 + 9 = 10      1 + 0 = 1
3 + 3 + 1 = 7

El tres es el número de la creatividad, lo que me hace muy feliz ¡porque incluso hay dos en mi fecha de nacimiento! Por lo que mi creatividad se reafirma en la segunda cifra, y el uno es el número del liderazgo. De acuerdo con esto, puedo utilizar mis habilidades para comunicarme y de escribir para guiar a las personas. Me gusta pensar que gracias a este blog puedo motivar a muchas personas para que empiecen a viajar o, por lo menos, inspirarlas para que sigan sus sueños :)
Pero, bueno, además de descubrir que éstos son mis números especiales (y que todos sumados dan siete, el número de la buena suerte), tiempo después, cuando David me preguntó si había un número que me persiguiera durante mi viaje, automáticamente le contesté que no, pero en cuanto me detuve a reflexionar un poco, me di cuenta de que sí había uno: el 26.

El 26 de agosto fue la fecha en la que tomé un camión de Cuernavaca, Morelos, al aeropuerto de la ciudad de México para volar a Cancún y comenzar mi viaje. Un mes después, fui al parque Xel-Há en la Riviera Maya con los amigos que hice durante el campamento tortuguero, donde disfrutamos del paquete todo incluido de comida y bebida, pues estábamos muertos de hambre después de tanto comer arroz y frijoles en el campamento (puedes leer sobre mi experiencia como tortuguera aquí), y esnorqueleamos hasta morir.


Hambrientos después de tanto cuidar tortugas


Y fue un domingo 26 de octubre, día en que la entrada a las zonas arqueológicas es gratuita para los mexicanos, que decidí festejar mi segundo mes como viajera yendo a Chichén Itzá. Pero también fue el día en que, aunque yo no lo supiera en ese momento, cambiaría mi vida, mis planes a futuro y mi forma de viajar.

Ese día, caluroso y soleado bajo el cielo despejado de Yucatán, mientras me sentaba en una banca para descansar del calor después de tomar fotos de las ruinas, se me acercó un chico muy joven que me preguntó si hablaba mexicano. En lugar de ofenderme, me dio mucha risa, y dejé que me contara cómo él y sus amigos estaban viajando en bicicleta y que apenas unos días antes habían llegado a un pueblo cerca de Chichén Itzá. Su plan era llegar hasta Argentina, lo que me sorprendió, pues era impresionante lo joven que era (apenas tenía 17 años), y me alegró que ya a esa edad emprendiera un viaje tan ambicioso como ése.

Seguí platicando con él y cuando le dije que yo también era viajera, se emocionó tanto que me dijo que quería presentarme a sus amigos. Lo seguí, y debajo de la sombra de un árbol, con una mueca de frustración y cansancio, estaba David.

No tenía pinta de que quisiera hacer nuevos amigos en ese momento. Aún así, Cheto, el chico de 17 años, nos presentó y quiso romper el hielo diciendo que David y yo éramos de Morelos. Me emocioné, pues nunca en mi viaje me había topado con un morelense. Le pregunté si era de Cuernavaca, como yo. Me respondió que era de Tepoztlán.

Tan cerca, tú en Tepoztlán y yo en Morelos, y teníamos que viajar a Chichén Itzá para venir a conocernos hasta acá,
le dije.

Me gustó la coincidencia. Me gustó la familiaridad. Me gustó sentirme cerca de mi origen. Me gustó que este viajero fuera de Tepoztlán, el único pueblo mágico de Morelos, un pequeño pueblito asentado en las faldas de una montaña a la que suben cientos de turistas cada día, pues en su cima se encuentran las ruinas de una pirámide prehispánica, el Tepozteco. Un pueblito pequeño, montañoso, rodeado de bosque; lleno de brujos, hechiceros, chamanes. Un pueblo cercano al lugar donde se dice que nació el dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y donde supuestamente se encuentra la entrada al inframundo: el pueblo de Amatlán de Quetzalcóatl.

Comenzamos a recorrer juntos las pirámides y comenté de pasada, casi sin querer, que ese día estaba en Chichén Itzá porque quería celebrar mis dos meses como viajera. David me miró con cara de asombro y me preguntó con una urgencia que dolía: “¿Qué día saliste de viaje?”. El 26 de agosto, le contesté. Nosotros salimos de Querétaro el 26 de agosto, fue su respuesta.

La coincidencia me dejó pasmada. Me intrigaba la idea de haber encontrado, el mismo día que yo cumplía dos meses de viaje, en unas ruinas prehispánicas en las que sentía una atmósfera poderosa, cargada de sonidos selváticos, salvajes, secretos, a un viajero de Tepoztlán que había comenzado su viaje el mismo día que yo. Quería creer que eso tenía que significar algo.

Me contó que el grupo de ciclistas con el que viajaba se llamaba Bykings, que habían comenzado su viaje dos meses atrás, en Querétaro, y que su meta era llegar a Argentina en bicicleta. Seguimos caminando y conocí al resto de los Bykings: Omar, Memo, Edgar. Río, el sexto integrante, un viajero mitad brasileño, mitad inglés, se había quedado en el campamento donde los Bykings se habían asentado por unos días, una eco-aldea llamada “La embajada lemuriana”, donde trabajaban como voluntarios.


Los Bykings
De izquierda a derecha: Memo, Cheto, David, Río, Edgar y Omar
Foto: Cortesía de Bykings


Cheto me invitó a conocer la embajada. Dudé. Yo estaba quedándome en casa de Rubén, un chico de Couchsurfing que vivía en Valladolid, a más de una hora de donde me encontraba, y todas mis cosas se habían quedado ahí. Pero me dije: Para esto son los viajes: para vivir aventuras. Para no saber dónde estarás al día siguiente, para no saber dónde dormirás esa misma noche. Y esto nunca había sido tan cierto como cuando pasé esos días con los Bykings.

David y yo decidimos viajar solos, llegar a la embajada a nuestro ritmo. Caminamos hasta Pisté, el pueblo más cercano a las pirámides, donde buscamos huaraches para él (cuando lo conocí, tenía toda la pinta de hippie, pero después me di cuenta de que en verdad era un viajero cuando vi sus pies: cada uno tenía una sandalia diferente. Me contó que una se le había roto y que un día después había encontrado otra, tirada en la calle, esperándolo. Se vestía así no por gusto, sino por el viaje: vivía como un verdadero viajero: sin dinero, sin lujos. Nada de eso le importaba, lo único que quería era viajar).

 
Las raíces de David: Bien firmes en la tierra


Una vez ahí, pedimos ride a Libre Unión, el pueblo más cercano de donde se encontraba su eco-aldea. Nos levantaron cuatro sinaloenses que manejaban una camioneta blanca y que escuchaban música banda a todo volumen, que me dieron toda la pinta de narcos (también fumaban mota y hasta nos invitaron), pero eran muy carismáticos y fueron muy amables con nosotros durante todo el camino.

En Yucatán viajé todo el tiempo en ride. Me asombré porque, a pesar de que la gente cada vez tiene más miedo de dar y de pedir aventón por las horribles historias que llegan hasta nuestros oídos en la seguridad de nuestras casas, la gente que da aventón es mucho más linda y amable de lo que queremos creer. Y también el aventón puede provenir de las personas de las que menos te lo esperas: desde traileros hasta personas que en su juventud viajaron de esta forma y entienden lo que es estar parado por horas a un lado de la carretera esperando que alguien te lleve; desde norteños sospechosos, pero alegres, hasta universitarios de Mérida; agentes de ventas, agentes de Hacienda y constructores que te llevan en la cajuela de su pick-up, en la que tienes que sujetarte como puedas encima de bolsas de cemento y varillas de metal.

Cuando llegamos a Libre Unión, volvimos a pedir ride en la carretera hacia Yaxcabá, pues la eco-aldea se encontraba justo a la mitad de estos dos pueblos. Nos recogió un taxista y David, asombrado, me dijo: Esto sí es nuevo para mí, en los cuatro años que llevo viajando nunca me había dado aventón un taxi. Y para mí también era un asombro: un taxista regalaba algo por lo que normalmente hubiera cobrado. Sentí asombro por la generosidad humana.

Justo ese día había sido el cambio de horario de invierno, por lo que cuando llegamos a la Embajada Lemuriana, a las 5:00 de la tarde, estaba anocheciendo. La aldea estaba en medio de la nada: justo en la mitad del bosque. Te internabas unos cuantos pasos y perdías la señal de tu celular por completo. Caminamos por un sendero que nos adentraba en el bosque hasta que era imposible escuchar los sonidos de los escasos autos que atravesaban la carretera. Todos los sonidos provenían de la naturaleza. David me mostró la cabaña de madera y adobe donde Cheto y él dormían, y las cabañas en las que dormían los demás.


Un capítulo del videoblog Pedal the World que hace Río en su travesía por las Américas,
en el que habla sobre la Embajada Lemuriana


Antes de que se perdieran los últimos rayos del sol, subimos a una especie de casa de árbol: una estructura hecha con palos de madera desde la que se podía ver por encima de los árboles casi toda la Embajada Lemuriana mientras anochecía. Quise tomar fotos, pero algo dentro de mí me dijo que debía vivir ese momento, no fotografiarlo, a pesar de que se perderían las fotos de un lugar y de un momento hermoso.

Bajamos cuando ya había anochecido por completo. Encendimos una fogata para cocer los frijoles que serían nuestra cena esa noche. Después de un tiempo, cuando el resto de los Bykings regresó a la embajada, David dijo que quería ir a Yaxcabá a buscar pan dulce. Aunque sabía que era una causa perdida (nadie vende pan un domingo a las 9:00 de la noche y mucho menos en un pueblito), quería vivir la experiencia de vivir como ellos lo hacían: en bicicleta. Así que tomamos las bicicletas y David y yo pedaleamos por la carretera en medio de la oscuridad.



La bicicleta de David en Sian Ka'an
Foto: David Bravo Rivera


Platicamos durante todo el trayecto: sobre su vida, sobre cómo él no era mexicano de nacimiento, sino que era había llegado a México a los tres meses de edad, después de que su familia abandonó Líbano en calidad de refugiados de guerra; había vivido en Tepoztlán y luego se había mudado a Querétaro, donde había estudiado la preparatoria en el Tec de Monterrey porque había ganado la beca de excelencia (las coincidencias, una vez más, me asombraban: yo también había estudiado la prepa en el Tec de Cuernavaca con una beca del 90%); cómo había estudiado la carrera de Diseño Sustentable en Suiza y había pasado los últimos cuatro años de su vida viajando; cómo ya conocía todos los continentes del mundo, excepto Oceanía, a sus cortos 22 años de edad (aunque por sus bigotes largos y despeinados y por su forma de hablar pareciera que en realidad tuviera 26 ó 27 años). Un verdadero ciudadano del mundo. Un viajero.

Llegamos a Yaxcabá y, para mi sorpresa, después de preguntar en dos panaderías, encontramos pan dulce en la tercera. Parqueamos las bicis y nos sentamos en las escaleras a la entrada de una iglesia, desde donde podíamos ver casi todo el pueblo: el parque, la iglesia, un cenote. Platicamos mientras el frío de la noche se tendía sobre nuestros hombros. Comíamos pan y las lechuzas, gigantescas y blancas, volaban frente a nosotros para descender al cenote a tomar agua.

Yo no tenía más que la ropa que llevaba puesta, pues había dejado todo lo demás en Valladolid, en casa de Rubén, por lo que después de un tiempo no pude soportar más el frío.

Le pedí a David que regresáramos al campamento. Llegamos casi a medianoche. El resto de los Bykings estaba dormido y nosotros queríamos seguir platicando: encendimos la fogata con los pequeños trozos de leña que aún ardían y tomamos té de limón de unas hojas que David había arrancado de un árbol para calentar un poco nuestros cuerpos helados.

Fuimos a domir y esa noche ha sido una de las más extrañas de mi vida. Tuve sueños inquietantes que no me dejaban descansar: Toda la noche soñé con árboles gigantescos y con cenotes que me llamaban por ni nombre. Me despertaba porque creía que alguien realmente me estaba llamando, pero cada vez que me despertaba me daba cuenta de que ahí no había nadie y de que David estaba dormido. Me dormía de nuevo y volvía a soñar con árboles y cenotes que pronunciaban mi nombre y me pedían que fuera con ellos.

Cuando le conté a David al día siguiente, me contestó:

Es obvio. Estás en un lugar donde no hay celulares ni antenas. Aquí no hay ninguna clase de interferencia.

Fue una de las experiencias más asombrosas e inquietantes que he vivido: oí claramente a la naturaleza llamándome. Y luego sentí mucha tristeza, porque pensé que en las ciudades ya era imposible escucharla. Nos habíamos olvidado de la naturaleza, cuando ella está todavía aquí, llamándonos, esperando que la escuchemos. Creo que ésta ha sido la primera vez en mi vida en la que he sentido un verdadero acercamiento con mi espiritualidad.

Después de desayunar una avena que Río había preparado sobre la fogata, ayudamos en las tareas que había que hacer en la aldea: mientras los demás desyerbaban y despejaban un camino lleno de maleza, aprendí a usar un machete para cortar leña.

Yo tenía muchas ganas de ir a Izamal, un pueblo mágico de Yucatán que estaba muy cerca de donde nos encontrábamos, así que David y yo decidimos ir juntos antes de separarnos. Mi plan era regresar a Playa del Carmen y subir por la costa occidental de México hasta llegar a Cuernavaca, y el de él era exactamente el contrario: bajaría por la península de Yucatán hasta llegar a Chetumal y de ahí a Belice y hacia Sudamérica.

Viajamos de ride desde Libre Unión hasta Izamal y esos días fueron, definitivamente, unos de los mejores durante mi viaje de tres meses por el sur de México.

Llegamos a Izamal, “la Ciudad Amarilla”, llamada así porque sus iglesias y pequeñas tiendas son de un hermoso color amarillo quemado, en un día de feria. Caminamos por el pueblo en busca de un lugar donde dormir, pero todos los hostales eran sorprendentemente caros. Nos habíamos dado por vencidos (tendríamos que pagar más dinero del que podíamos gastar) y decidimos subir a una de las tres pirámides que se encuentran en el pueblo antes de que atardeciera para poder ver las casitas amarillas desde la cima.


Convento de San Antonio de Padua en Izamal

Era un 27 de octubre, y así como el 26 era mi número, el 27 era el de David. Cuando subí, lo encontré hablando con un hombre algo mayor, que tenía un aire bondadoso y humilde. Me senté en las ruinas para contemplar el atardecer sobre el pueblo cuando David se acercó a mí y me dijo que ya teníamos dónde pasar la noche: el hombre con el que había hablado era Don Mario, mejor conocido como Maloche, que le había regalado agua cuando había pasado por Izamal unos días antes con los Bykings. Esta vez quería prestarle una pequeña cabaña que tenía en uno de sus terrenos, a las afueras de Izamal. (Nunca he conocido a gente más amable que la de Yucatán: es la gente más bondadosa, educada y humilde. Mientras viajamos por ahí, siempre hubo alguien que nos ofreciera agua, comida o un lugar donde dormir sin siquiera pedirlo. Y siempre fue la gente más humilde la que nos ayudó.)

Fuimos a conocer la cabaña que sería nuestro refugio por esa noche: era frágil, hecha de tablones de madera unidos que dejaban grandes huecos entre sí, por los que se colaban los mosquitos y el viento frío de la noche. Dentro sólo había una base de cama con un colchón maltrecho. El piso era de tierra; las piedras y raíces del exterior se colaban bajo los tablones que tocaban el suelo. Arriba, enclavado en las vigas de madera del techo, que era tan bajo que David se tenía que agachar para caber (aunque para mí era perfecto: era justo de mi estatura), había una reproducción del altorrelieve de Pakal que se encuentra en las ruinas de Palenque en Chiapas: Pakal, el astronauta, el motociclista cósmico.


Fragmento de la tumba de Pakal
Foto: Internet


Pero era lo que Don Mario nos había ofrecido con todo el corazón y nosotros lo aceptamos y agradecimos con todo el corazón, también.

Regresamos al centro de Izamal para disfrutar la feria como niños chiquitos: comimos dulces de coco frito con azúcar quemada y mazapanes de pepita; probamos las marquesitas con Nutella, a las que nos volvimos adictos (las marquesitas son un postre típico de Yucatán: son parecidas a una crepa, sólo que la masa no es suave, sino que es crujiente y enrollada como un taco y puede tener varios rellenos. El típico es el de queso de bola, pero también puede tener cajeta, leche condensada o mermelada. Sin embargo, la mejor combinación, de verdad, aunque no me lo crean y pongan cara de asco (yo también la puse la primera vez que me lo dijeron), es la de Nutella con queso de bola. Es increíble lo deliciosa que es); tomamos cocteles de alcohol barato en el bar ambulante, y le partí su madre a David en futbolito, jaja.

Al final, pasada la medianoche, regresamos caminando a la cabaña y, de nuevo, ha sido una de las noches más memorables de mi vida: hice el amor con un viajero, un tepozteco que conocí en Chichén Itzá, que tenía un Kukulcán tatuado en el brazo, debajo de Pakal.


Kukulcán y el viajero


La mañana siguiente caminamos por Izamal para acercarnos a la carretera donde pediríamos ride para llegar a Valladolid. No habíamos desayunado y no teníamos dinero para comprar algo. Creo que nos veíamos tan hambreados y desaliñados que, cuando pasamos por un puesto de cervezas callejero, nos gritaron: “¡Oigan, gringos! ¿De dónde vienen? ¡Vengan, siéntense, les invitamos unas cervezas!”. (Yo soy muy blanca aunque tengo el cabello oscuro y David, aunque se ve moreno por el sol inclemente que le ha quemado la piel desde que comenzó su cicloviaje, es güero. Cuando viajamos juntos por Yucatán, todo el tiempo nos decían “gringos” y nadie nos creía cuando les decíamos que éramos mexicanos.) Esas personas, las más humildes, las que de verdad entienden la necesidad y la carencia, las que no tenían dinero ni para ellas mismas, aún así nos invitaban de comer y de beber porque nos vieron necesitados. Nos regalaron mandarinas y cerveza y eso fue nuestro desayuno ese día.

Después de todo un día de recorrer poco a poco el camino gracias a un ride tras otro, llegamos a Valladolid, donde yo recogería mis cosas y regresaría a Playa del Carmen, y David se uniría de nuevo con los Bykings en la Embajada Lemuriana para que cada quien continuara su viaje.

Los dos creímos que ésa sería la última vez que nos veríamos, pero cuatro días después nos reuniríamos en Playa del Carmen para convertirme en la séptima integrante de los Bykings (¡siete! El número de la suerte) y comenzar a conseguir todo lo que necesitaría para emprender el viaje en bicicleta hasta Argentina.


Foto: David Bravo Rivera


El 26 de noviembre, tres meses después de que comencé el viaje, regresaba a Cuernavaca, el pueblo en el que nací y viví los primeros 23 años de mi vida hasta que decidí viajar y no tener un hogar fijo. Regresé un día 26 para quitar el departamento en el que viví tres años, los primeros tres de mi vida independiente, y para despedirme de las personas que quiero, pues estoy a punto de emprender un viaje muy largo, en el que no sé cuándo los veré de nuevo.

Post-scriptum: Ahora aprovecho este espacio para invitarlos a que le den "Like" a la página de Facebook de Bykings y a que los sigan en Twitter a través de la cuenta @bykings para enterarse de sus aventuras pedaleras.

El 26 de diciembre viajé a Guanajuato, Guanajuato, y ahora me encuentro en San Miguel de Allende (ya escribiré sobre eso en otra entrada).

¿Dónde estaré el 26 de enero? :)



No hay comentarios:

Publicar un comentario